Desde la noche de los tiempos, los humanos han levantado la vista hacia las estrellas para proyectar dioses, bestias y relatos fundacionales. Las primeras constelaciones conocidas se remontan a la antigua Mesopotamia, hacia el 3000 a.C. Los babilonios codificaron unas treinta figuras celestes, algunas de las cuales, como el Toro o el Escorpión, aún se encuentran hoy en el zodiaco.
Los griegos, y luego los romanos, heredaron esta cartografía celeste, enriqueciendo el cielo nocturno con sus propios mitos. Ptolomeo, en su tratado Almagesto (hacia el 150 d.C.), fijó 48 constelaciones boreales y ecuatoriales. Este corpus dominó el cielo occidental hasta el Renacimiento.
Con los grandes descubrimientos y la observación del cielo austral por navegantes europeos como Johannes Bayer (1572-1625) y Nicholas Louis de Lacaille (1713-1762), aparecieron nuevas constelaciones entre los siglos XVI y XVIII. Estas adiciones llenaron los vacíos del cielo del sur, invisible desde Europa.
No fue hasta 1922 que la Unión Astronómica Internacional (UAI), deseosa de estandarizar la nomenclatura astronómica, decidió fijar el número total en 88 constelaciones. En 1930, el astrónomo belga Eugène Joseph Delporte (1882-1955) definió los límites precisos de cada constelación, según la proyección ecuatorial en la esfera celeste. Estos límites son arbitrarios, pero respetan las líneas de declinación y ascensión recta del cielo para evitar cualquier superposición.
Las 88 constelaciones cubren así la totalidad del cielo, sin zonas en blanco ni superposiciones, facilitando la localización de objetos celestes y la comunicación científica.
Esta división no tiene nada de fundamental desde el punto de vista astrofísico. Se trata de una convención humana, heredada de una construcción histórica, geográfica y cultural. Las estrellas de una constelación no están físicamente cerca en el espacio: solo forman un patrón aparente (un asterismo particular), debido a la perspectiva terrestre.
Algunas culturas no occidentales poseen sus propias constelaciones, a veces totalmente diferentes, como los Xiu chinos o las constelaciones aborígenes de Australia. La universalización de las 88 constelaciones por la UAI refleja así un deseo de estandarización científica, pero también una forma de herencia colonial en la cartografía celeste.
Para localizar con precisión un astro en el cielo, los astrónomos utilizan un sistema de coordenadas esféricas llamado sistema ecuatorial celeste. Este sistema es análogo a las coordenadas geográficas terrestres (latitud y longitud), pero transpuesto a la esfera celeste.
La declinación (δ) juega el papel de la latitud. Mide el ángulo de un objeto con respecto al ecuador celeste, en el plano norte-sur. Se expresa en grados, minutos y segundos de arco, y varía de +90° (polo norte celeste) a –90° (polo sur celeste). Una estrella situada en el ecuador celeste tendrá una declinación de 0°.
La ascensión recta, abreviada A.R. o (α), equivalente celeste de la longitud, mide la posición este-oeste de un objeto a lo largo del ecuador celeste, pero en una unidad angular basada en el tiempo. Se expresa en horas, minutos y segundos (1 h = 15°), y va de 0 h a 24 h.
El punto de partida de la ascensión recta es el punto vernal (o punto gamma, ♈︎), es decir, la intersección entre el ecuador celeste y la eclíptica en el momento del equinoccio de marzo. La ascensión recta aumenta hacia el este a partir de este punto.
Las coordenadas (α, δ) son fijas para un objeto celeste (excepto por la precesión o el movimiento propio) y permiten apuntar un instrumento con precisión. Son fundamentales en los catálogos estelares y en las bases de datos astronómicas.
La adopción de las 88 constelaciones es el fruto de una larga evolución, en la encrucijada de los mitos y la ciencia. Si este número puede parecer arbitrario, traduce una voluntad práctica: ofrecer una cuadrícula estable del cielo, universalmente compartida, para facilitar la localización de los astros, la identificación de galaxias o el seguimiento de satélites.
Las constelaciones modernas son así tanto puntos de referencia técnicos como testigos de un pasado narrativo y cultural que la humanidad aún proyecta sobre las estrellas.
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